domingo, 2 de noviembre de 2014

El Exorcista

Aprovechando éstas fechas de Halloween, recordemos la famosa película “El Exorcista” de 1973. Basada en la novela homónima de William Peter Blatty. 
Su estreno en la década del 70 provocó una abrumadora aceptación por parte del público y también de la crítica, que terminaron considerándola como una de las mejores películas de la historia en su género. Además de su aceptación, la película obtuvo un total de diez nominaciones para los Premios Oscar, incluyendo Mejor Película, de los cuales logró ganar finalmente dos; y siete nominaciones para los Premios Globo de Oro de los cuales ganó cuatro, incluyendo Mejor Película dramática. Fue ganadora del Premio Saturn a la Mejor película de terror. 


Con el diablo adentro

—¡Hola, Regan! -dijo el sacerdote en tono amistoso y cálido. Tomó la
silla y la llevó al lado de la cama-. Soy un amigo de tu madre. Me ha dicho
que no te encontrabas muy bien. -Se sentó-. ¿Crees que me podrías decir lo
que te pasa? Me gustaría ayudarte.
Los ojos de la niña brillaron ferozmente, sin parpadear, y una
amarillenta saliva le corrió por la comisura de la boca y se le deslizó hasta el
mentón. Los labios se le pusieron rígidos y esbozaron una mueca en su boca
arqueada.
—¡Bien, bien, bien! -exclamó Regan sardónicamente. Karras sintió un
escalofrío, porque la voz era increíblemente profunda y densa de amenaza y
poder-. De modo que eres tú..., ¿eh? ¡Te han mandado a “ti”! Bueno, no
tenemos que temer nada de ti en absoluto.
—En efecto. Soy tu amigo. Me gustaría poder ayudarte -dijo Karras.
—Empieza, pues, por aflojar estas correas -gruñó Regan. Había
levantado las muñecas, y Karras pudo ver que estaban sujetas con una
correa doble.
—¿Te molestan? -le preguntó.
—Mucho. Son una molestia “infernal”. -Sus ojos brillaron, astutos.
Karras vio los rasguños de su cara, las grietas de sus labios, que, al
parecer, se había mordido.
—Temo que te puedas hacer daño, Regan.
—Yo no soy Regan -rugió, manteniendo la horripilante sonrisita, que
ahora le pareció a Karras una expresión permanente.
—¡Ah, claro! Bien, entonces creo que deberíamos presentarnos. Yo soy
Damien Karras -dijo el sacerdote-. ¿Quién eres tú?
—El demonio.
—Bien, muy bien -asintió Karras-. Podemos, pues, hablar.
—¿Sostener una pequeña charla?
—Si quieres.
—Muy buena para el alma. Pero te darás cuenta de que no puedo hablar
libremente si estoy atado con estas correas. Me he acostumbrado a hacer
ademanes. -Regan seguía diciendo tonterías-. Como sabes, he pasado
mucho tiempo en Roma, querido Karras. ¡Ahora afloja un poco estas correas!
¡Qué precocidad de lenguaje y pensamiento!’, pensó Karras. Se inclinó
hacia delante en su silla, con interés profesional.
—¿Dices que eres el demonio? -preguntó.
—Te lo aseguro.
—Entonces, ¿por qué no haces que las correas desaparezcan?
urdo. Después de todo, soy un príncipe. -Emitió una risa
ahogada-. Prefiero siempre la persuasión, Karras, la unión, el trabajo en
comunidad. Más aún, si yo mismo me quitara las correas, amigo mío, te
haría perder la ocasión de hacer un acto de caridad.
—Pero un acto de caridad -dijo Karras- es una virtud y eso es
precisamente lo que el demonio querrá evitar, de modo que, de hecho, te
“ayudaría” si “no” te aflojara las correas. A menos que -se encogió de
hombros- no fueras de verdad el demonio. En ese caso, tal vez desataría las
correas.
—Eres astuto como un zorro, Karras. ¡Si pudiera estar aquí Herodes para disfrutar de esto!


—¿Qué Herodes? -preguntó Karras con los ojos entornados. ¿Hacía un
juego de palabras aludiendo a Cristo, que había llamado “Zorro” a Herodes?-
. Hubo dos Herodes. ¿Te refieres al rey de Judea?
—¡Al tetrarca de Galilea! -espetó con furia y punzante desdén; luego,
bruscamente, volvió a sonreír y a hablar con voz siniestra-. ¿Ves cómo me
han alterado estas condenadas correas? Quítamelas y te adivinaré el futuro.
—Muy tentador.
—Es mi fuerte.
—Pero, ¿quién me asegura que “puedes” adivinar el futuro?
—Soy el demonio.
—Sí, ya lo has dicho, pero no me lo has probado.
—No tienes fe.
Karras se irguió.
—¿En qué?
—¡En “mí”, querido Karras, en “mí”! -En los ojos de Regan bailaba algo
maligno y burlón-. ¡Todas estas pruebas, todos estos signos en los cielos!
—Bueno, me conformo con algo muy simple -ofreció Karras-. Por
ejemplo, el demonio lo sabe todo, ¿no es cierto?
—No; “casi” todo, Karras, casi todo. ¿Ves? Dicen que soy orgulloso. Pues
no es cierto. ¿Qué te traes entre manos, zorro? -Los ojos, amarillentos e
inyectados en sangre, brillaban taimados.
—Me ha parecido que podríamos verificar el caudal de tus
conocimientos.
—¡Ah, sí! ¡El lago más grande de Sudamérica -lo atacó Regan por
sorpresa, con los ojos saltándole de júbilo- es el Titicaca, en Perú!
¿Suficiente?


—No, tendré que preguntar algo que sólo el demonio pueda saber. Por
ejemplo: ¿dónde está Regan? ¿Lo sabes?
—Aquí.
—¿Dónde es ‘aquí’?
—Dentro de la puerca.
—Déjame verla.
—¿Para qué?
—Pues para probar que me dices la verdad.
—¿Quieres convencerte? ¡Afloja las correas y te lo demostraré!
—Déjame verla.
—Puedo asegurarte que no te distraerás hablando con ella; es muy mala
conversadora, amigo. Te recomiendo encarecidamente que te quedes
conmigo.
—Bueno, es obvio que no sabes dónde está -dijo Karras encogiéndose
de hombros-, de modo que, aparentemente, no eres el demonio.
—¡Sí lo “soy”! -rugió Regan dando un repentino salto hacia delante, con
la cara contraída por la rabia. Karras tembló cuando la potente y terrible voz
hizo crujir las paredes de la habitación-. ¡Sí, lo “soy”!

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